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Chapter 141 - Capítulo 30.5: Bajo el Bisturí y el Pasaporte Falso

Luego de despedirse de su "familia", Kaira siguió a Ryuusei hacia el siguiente paso.

La habitación era espartana: un espacio alquilado en las afueras de Bangkok, sin lujos, pero limpio y, sobre todo, discreto. En el centro, una mesa cubierta con sábanas improvisaba una camilla quirúrgica. Instrumentos médicos —escalpelos, pinzas, gasas, antisépticos— reposaban en una bandeja esterilizada. El ambiente estaba cargado, como si el aire mismo contuviera la respiración.

Kaira y Bradley observaban, sentados al costado, atrapados entre la aprensión y la resignación. Sabían lo que venía. La "operación". El rito de sangre que les marcaría como reclutas definitivos.

Ryuusei, vestido con ropa limpia y guantes de látex, revisaba los instrumentos con calma quirúrgica. No había médicos. No había anestesia. Solo Ryuusei. Su frialdad era absoluta, casi inhumana.

—Aquí —ordenó, señalando la camilla—. Uno a la vez.

Bradley, incapaz de soportar la espera, se ofreció primero. Se acostó rígido, evitando mirar los bisturíes afilados que brillaban bajo la luz cruda.

Ryuusei desinfectó una pequeña área sobre su pecho. Luego, sin vacilar, hundió el escalpelo en la carne. La piel se abrió como mantequilla bajo la hoja. No fue un simple corte: desgarró fibras, rajó tejido muscular. La sangre brotó en oleadas breves, densa, roja, oscura.

Bradley jadeó, pero no se movió. La sangre resbalaba por su costado, tiñendo las sábanas.

De una caja forrada de plomo, Ryuusei extrajo un fragmento de piedra negra, tan oscuro que parecía beberse la luz. Vibraba levemente, emitiendo un zumbido agónico que solo Bradley podía sentir.

Con dedos firmes, Ryuusei abrió aún más la herida, ahondando en la carne expuesta. El dolor era punzante, brutal, aunque Bradley sentía como si estuviera fuera de su cuerpo, flotando en un océano de agonía.

Ryuusei insertó la piedra junto al corazón palpitante. La piedra se hundió como una sanguijuela hambrienta. De inmediato, la carne rota comenzó a cerrarse, no con la lentitud natural de la sanación, sino con una urgencia antinatural, como si la carne misma tuviera hambre de recomponerse.

Bradley soltó un grito seco. El calor se propagó como fuego líquido en sus venas. Veía los bordes de la herida fusionarse, la sangre coagular en segundos.

Y entonces, llegó el torrente mental. Los sonidos del mundo ya no eran ruido. Cada idioma se desenrollaba en su mente como cintas de palabras claras y familiares.

—Santa mierda —susurró, jadeando, mirando sus manos, sintiendo la cicatriz que ya era apenas un hilo en su piel.

Ryuusei asintió, indiferente.

—Siguiente.

Kaira se acostó en la camilla. Su rostro era puro acero. Ni un temblor.

Ryuusei repitió el procedimiento. Cortó. Rasgó. La sangre fluyó gruesa. El brillo de sus entrañas quedó expuesto al aire rancio de la habitación. Kaira apenas pestañeó.

Cuando la piedra negra se incrustó en su carne, la oleada de calor la recorrió también. Su herida cerrándose en segundos, dejando tras de sí una delgada marca. La comprensión de idiomas emergió como un latido vibrante en su mente.

Para ambos, el dolor ya era un eco lejano. La piedra se había instalado dentro de ellos como un parásito antiguo.

Una hora después, apenas quedaban rastros visibles de la carnicería. Los nuevos reclutas recogieron sus cosas. El siguiente paso: huir del país.

Ryuusei les entregó los pasaportes falsificados: documentos de alta calidad, pero igual de condenables si eran descubiertos.

El trayecto al aeropuerto fue un silencio denso, cada uno encerrado en su cabeza.

En el aeropuerto de Bangkok, el caos de gente y voces (todas ahora comprensibles) formaba una cacofonía embriagante. Ryuusei avanzaba como un depredador entre la multitud, calmado. Bradley intentaba seguirle, pero su nerviosismo era evidente. Su espalda sudaba bajo la ropa.

En el control de pasaportes, el miedo se volvió tangible.

La oficial de inmigración tomó los documentos. Sus ojos se movían entre las fotos y los rostros, evaluando. Dudando.

Bradley sintió el corazón golpearle el pecho como un tambor roto. Su cuerpo pedía escapar, desaparecer. Pero se obligó a permanecer quieto.

Kaira, a su lado, era la imagen de la serenidad. Bradley vio cómo su mirada se endurecía. Un pequeño destello mental. Un susurro psíquico. No control total: solo una sugerencia. Un empujón casi imperceptible en la mente de la oficial.

La mujer parpadeó. Su expresión endurecida se suavizó. Selló los pasaportes con un golpe seco.

—Siguiente —gruñó.

Un suspiro imperceptible recorrió al grupo. Habían pasado.

Mientras se dirigían a la siguiente revisión, Bradley susurró:

—¿Usaste tu poder? Fue... brutalmente sutil.

Kaira le dedicó una sonrisa fría como una hoja de afeitar.

—¿De verdad pensaste que íbamos a confiar en tu cara de idiota?

Bradley bajó la mirada, sintiendo la puñalada de su desprecio.

Superaron seguridad sin incidentes mayores. La combinación de nervios de acero y buenos documentos bastó.

Abordaron el avión.

Mientras se acomodaban en la cabina privada, Bradley miró por la ventanilla. El aeropuerto quedaba atrás. La operación había terminado.

Dentro de su pecho, la piedra negra latía silenciosa, una segunda alma.

Y adelante, al otro lado del océano, en Michigan, un monstruo los esperaba. Un manipulador de explosiones, loco e inestable. Sangre y muerte los seguirían. Y lo que habían vivido hasta ahora sería apenas un susurro comparado con el verdadero horror que se avecinaba.

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