El interior de la cabina privada del jet se sentía asfixiante a pesar del aire acondicionado. Las horas de vuelo desde Ámsterdam se estiraban como chicle, una monotonía que pesaba sobre todos, pero que parecía torturar especialmente a Bradley Goel. Se retorcía en su asiento de cuero, tamborileaba con los dedos en el reposabrazos, cambiaba de posición cada pocos minutos, su energía inquieta un motor silencioso que no sabía cómo apagarse. Brad, estirado en un asiento reclinado, parecía dormir, aunque Ryuusei sabía que solo estaba en un estado de alerta perezosa. Ryuusei mismo estaba sentado, imperturbable, leyendo un libro antiguo de tapas desgastadas, el silencio a su alrededor una burbuja de calma.
—¿Falta mucho? —preguntó Bradley por quinta vez en la última hora, aunque sabía la respuesta. El mapa en la pantalla de la cabina mostraba que todavía estaban sobrevolando extensiones masivas de tierra y océano.
—Horas, Bradley —respondió Ryuusei sin levantar la vista del libro.
Bradley suspiró ruidosamente, un sonido de aburrimiento puro. —¿Y qué hacen para no volverse locos? Esto es... demasiado lento. Es como ver secar pintura, pero peor, porque sabes que la pintura no va a ninguna parte rápido.
Brad abrió un ojo. —Algunos dormimos. Otros leen. Tú... podrías intentar quedarte quieto por cinco minutos. Es una habilidad útil.
Bradley resopló. —¿Para qué? Si necesito algo, ya estoy allí antes de que pienses en pedirlo. Quedarme quieto es como... como obligar a un río a no fluir. Es antinatural.
Un largo silencio se cernió de nuevo, roto solo por el zumbido constante de los motores. Bradley se removió un poco más, frotándose las manos en los pantalones.
—¿Cómo era tu vida antes? —preguntó Ryuusei de repente, cerrando el libro y fijando sus ojos dorados en el adolescente inquieto.
Bradley lo miró, un poco sorprendido por la pregunta directa. Se encogió de hombros, un movimiento rápido y nervioso.
—¿Mi vida? Pues... normal, supongo. Dentro de lo que cabe. Vivía solo. Mis padres... bueno, se divorciaron hace años. Mi madre se fue a vivir con su nuevo marido a otra ciudad, y mi padre... él está por ahí, pero no nos vemos mucho. Así que... sí. Solo. No es tan malo. Te acostumbras a no tener a nadie esperándote. Te da... libertad, supongo. Aunque a veces la libertad es solo otra palabra para estar solo en un apartamento que huele a pizza rancia.
Habló rápido, saltando de una idea a otra, como si temiera que si se detenía, el hilo de la conversación se rompería.
—Trabajaba en un restaurante —continuó—. Tailandés, de hecho. Ironías del destino, ¿no? Repartía a domicilio. Era perfecto para mi... cosa. Nadie entendía cómo llegaba tan rápido. Pensaban que usaba una moto supertrucada o algo así. Era divertido ver sus caras.
Una sonrisa cruzó su rostro por un instante, una genuina. Pero se desvaneció rápidamente.
—Aunque... no era muy bueno con el trabajo en sí. Con el TDAH y todo eso... me costaba concentrarme, me distraía con facilidad. A veces dejaba las cosas a medio hacer, o me ponía a ordenar los cubiertos a supervelocidad y terminaba haciendo un desastre. El jefe me gritaba mucho. Supongo que por eso nunca duré mucho en ningún sitio. Siempre acababa cambiando de trabajo. O simplemente... desapareciendo.
Bajó la mirada, sus dedos tamborileando en el asiento con más fuerza.
—Nunca me metía en líos, en realidad. A pesar de mi velocidad. Supongo que era demasiado rápido para que me pillaran, ¿sabes? Podía ver venir el peligro en cámara lenta. Si alguien me buscaba, simplemente... me iba. Estaba en otra ciudad antes de que supieran que me había ido. No era de pelear. Soy... fatal peleando. En serio. Pura velocidad sin control. Choco con cosas. Me caigo. Es... patético.
Una sombra de vergüenza cruzó su rostro, un atisbo de vulnerabilidad bajo su cinismo.
—Y el amor... —su voz se hizo más baja, más renuente—. Soy fatal en el amor. Totalmente nulo. Las chicas... son demasiado lentas para mí, supongo. Y yo soy demasiado... raro para ellas. Intentaba, ¿sabes? Ir a citas. Pero me aburría antes de que pidieran la bebida. O me distraía viendo otra cosa en cámara lenta. No... no sé cómo conectar con la gente a velocidad normal. Y... bueno... mi pasatiempo tampoco ayuda, supongo. No es algo de lo que hable con las chicas.
Se detuvo, la energía inquieta volviendo con fuerza. Había revelado más de lo que pretendía, la soledad de su vida, la desconexión que sentía, la torpeza en los aspectos más básicos de la interacción humana.
Brad, que había estado escuchando en silencio, soltó una risa corta y áspera. —Así que eres un velocista pervertido, torpe y con TDAH que vive solo y reparte comida rápida. Impresionante currículum para cambiar el mundo.
Bradley le lanzó una mirada fulminante. —¡Oye! Tú no eres mucho mejor, cavernícola flotante.
Ryuusei sonrió ligeramente. —Todos tenemos nuestras... peculiaridades, Bradley. Pero tus habilidades son únicas. Y valiosas.
—¿Valiosas para qué? —preguntó Bradley, volviendo a su cinismo—. Para esquivar la vida. Para ver cosas que no debería. Para ir rápido a ninguna parte.
—Valiosas para moverte más rápido que el peligro —dijo Ryuusei—. Valiosas para estar donde nadie más puede. Valiosas para hacer cosas que cambiarán el rumbo de esa oscuridad que mencioné.
Una idea pareció cruzar la mente inquieta de Bradley. Miró a Ryuusei, luego a Brad. —¿Ustedes son... rápidos? Quiero decir, tú, Ryuusei. Con tus dagas. Dijiste que te movías.
Ryuusei asintió. —De una forma diferente.
—¿Más rápido que yo? —preguntó Bradley, una chispa de desafío y curiosidad encendiéndose en sus ojos. La idea de alguien que pudiera seguir su ritmo parecía fascinarlo.
Ryuusei guardó silencio por un momento. Brad se incorporó en su asiento, interesado.
—En la carrera —dijo Ryuusei finalmente—. Tú corres a través del espacio. Yo... lo doblo. Es una diferencia sutil, pero significativa.
La inquietud de Bradley se transformó en una excitación palpable. Se puso de pie de un salto. —Tenemos que probarlo. Ahora.
—¿Aquí? —preguntó Brad, mirando la cabina del avión.
—No —respondió Ryuusei—. Pero tendremos una escala larga en India. En un aeropuerto de carga. Podemos usar una de las pistas.
La idea de la carrera pareció revitalizar a Bradley por completo. El aburrimiento del viaje se desvaneció, reemplazado por la anticipación. Pasaron el resto del vuelo (lo que para Bradley fue una eternidad) discutiendo las reglas, la distancia, y fanfarroneando sobre quién sería más rápido.
Al llegar al aeropuerto de carga en India, la escala fue tan desolada como esperaban. Una pista larga y vacía bajo un cielo estrellado. Perfecto.
—Bien —dijo Ryuusei, quitándose el abrigo—. Un kilómetro, ida y vuelta. ¿Listo, Bradley?
Bradley ya estaba en posición de salida, vibrando con energía reprimida. —¡Siempre listo! ¡Prepárate para ver polvo!
Ryuusei sacó sus dos dagas de empuñadura corta, la luz tenue reflejándose en el metal oscuro. Las arrojó a unos cien metros de distancia. Desaparecieron. Luego, en un parpadeo, Ryuusei desapareció y reapareció junto a ellas. Las recogió y las lanzó de nuevo, otros cien metros. Su movimiento no era una carrera, sino una serie de saltos instantáneos.
—La señal es... mi mano cayendo —dijo Ryuusei.
Bradley asintió, concentrado.
La mano de Ryuusei cayó.
Una explosión. No de sonido, sino de movimiento. Bradley salió disparado por la pista, una línea borrosa que se estiraba hasta desaparecer en la oscuridad. El mundo a su alrededor se detuvo, el aire se volvió denso, las estrellas parecían congelarse en el cielo. Corría, pura velocidad, el viento un muro insoportable.
Ryuusei no corrió. Lanzó una daga. Desapareció. Reapareció junto a ella. Lanzó la otra. Desapareció de nuevo. Su figura saltaba por la pista, una serie de apariciones y desapariciones rápidas y precisas. Era menos elegante que el vuelo de Bradley, más brutal en su discontinuidad, pero increíblemente efectivo.
La carrera fue una batalla de conceptos: la velocidad pura que vence la distancia por el movimiento, contra la manipulación espacial que anula la distancia misma. Bradley cubría el terreno en una niebla de velocidad, su cuerpo al límite. Ryuusei cubría el terreno en una serie de saltos instantáneos, la energía fluctuando a su alrededor.
Llegaron al punto de giro, un cono solitario en la pista. Bradley lo rodeó en un instante, el sonido de sus zapatillas un látigo en el aire. Ryuusei apareció junto al cono, giró sobre sus talones y lanzó sus dagas de regreso.
La carrera de regreso fue igual de intensa. Bradley, impulsado por la adrenalina y el deseo de probar su superioridad, empujó aún más su velocidad. Ryuusei, con una calma fría, cronometraba sus lanzamientos, cubriendo la distancia con saltos calculados.
Cruzaron la línea de meta casi al mismo tiempo. Bradley se detuvo bruscamente, jadeando, su cuerpo temblaba por el esfuerzo. Ryuusei simplemente apareció en la línea, su respiración normal, aunque una fina capa de sudor cubría su frente.
Bradley lo miró con una mezcla de asombro y respeto. —Santo cielo... eso fue... rápido. Muy rápido.
Ryuusei asintió, recogiendo sus dagas. —Tú también, Bradley. Muy rápido.
Brad, que había observado la carrera desde el borde de la pista, se acercó lentamente. —Bueno. Eso fue... menos aburrido que ver secar pintura. Por poco.
Bradley, a pesar de su agotamiento, no podía dejar de hablar. —¿Cómo...? ¿Cómo haces eso? Es como... es como si el mundo se moviera a tu alrededor.
—Una forma diferente de viajar —dijo Ryuusei.
Bradley lo miró, una nueva luz en sus ojos. Ya no era solo cinismo o aburrimiento. Era fascinación. Había encontrado algo, o alguien, que podía seguir su ritmo. Que lo entendía, al menos en ese nivel fundamental. La vida de repente, no parecía tan lenta. Ni tan aburrida. Había encontrado un propósito que se movía a su velocidad.
El agotamiento de la carrera y la magnitud de lo que acababa de presenciar silenciaron su TDAH por un instante. Solo quedó el asombro puro.
—Así que... esa es la velocidad del Hijo del Yin y el Yang —murmuró.
Ryuusei no respondió. Guardó sus dagas. La escala estaba terminando. El viaje a Bangkok continuaría. Y con ellos, un velocista que acababa de descubrir que el mundo, después de todo, podía ser lo suficientemente rápido.