El refugio resultó ser una instalación subterránea, un búnker que en su día pudo haber servido como centro estratégico militar, oculto del mundo y blindado con capas de concreto, acero y secretos olvidados. Su estética fría y estéril era una contradicción viviente frente a la naturaleza salvaje de Korven Kirous, pero funcionaba. Era funcional. Y, lo más importante: era seguro. O al menos, lo suficiente como para lamerse las heridas y aprender a respirar de nuevo.
Semanas habían pasado desde la noche empapada en sangre bajo las raíces del bosque maldito. Semanas de curación forzada, de miradas cruzadas con silencios largos como cuchillos, de insomnios cargados de pesadillas y pensamientos que no cicatrizaban tan fácil como la carne. Se habían refugiado allí no solo para sanar los cuerpos, sino para sobrevivir a lo que habían visto… y a lo que vendría.
Las heridas brutales que Sylvan les había infligido —y que ellos se habían infligido entre sí y a sí mismos— habían sanado por completo. No quedaban costras, ni puntos, ni infecciones. Solo carne nueva, lisa, regenerada. No por la medicina, sino por la piedra negra que latía en sus pechos como un segundo corazón, uno ajeno, uno antiguo.
Volkhov ya no cojeaba. Caminaba firme, con el mismo paso pesado y decidido de siempre, pero su mirada... su mirada había cambiado. No era miedo. Era recuerdo. Un fantasma mudo que se escondía detrás de sus pupilas, el eco invisible de haber sido empalado por la tierra misma. Aiko había recuperado la movilidad total del brazo, los músculos antes destrozados ahora obedecían sin fallo alguno. Pero sus ojos... sus ojos eran cuchillas. Más alerta. Más duros. Como si todo dentro de ella se hubiera tensado y ya no pudiera relajarse. Arkadi había restaurado su energía mágica por completo. El lado derecho de su cara, que había sido despedazado, estaba intacto otra vez. Pero su ojo único ahora parpadeaba con menos frecuencia, como si viera cosas que los demás no podían. Como si viviera medio paso adelante del presente. Amber Lee ya no ladeaba la cabeza por la mandíbula dislocada. Su rostro, regenerado, era el mismo. Pero su andar había cambiado. Ya no caminaba como una analista fría. Caminaba como una mujer que había muerto asfixiada y vuelto de la tumba con un fuego en la mirada.
Y Sylvan... Sylvan era el único que parecía aún más vivo que antes. Más firme. Más enraizado en su nuevo lugar, aunque su silueta desentonara violentamente con el cemento. Su savia era más espesa. Su corteza más dura. Pero su silencio... su silencio seguía siendo el mismo: eterno y denso como los árboles que había dejado atrás.
Se acostumbraron a la presencia del otro. A las diferencias, a las rarezas. A los silencios. Volkhov seguía siendo el muro humano de carne y acero, con sus comentarios toscos y su rabia lista para estallar. Amber se mantenía precisa, inquisitiva, calculando sin cesar. Aiko entrenaba como si en cualquier momento fuera a comenzar otra masacre. Arkadi no hablaba si no era necesario, y cuando lo hacía, siempre parecía que respondía a preguntas que nadie había formulado. Sylvan... era una montaña. Siempre ahí. Siempre observando.
Durante un entrenamiento de rutina, cuando el sudor reemplazaba la sangre y las palabras tomaban el lugar de los gritos, Aiko se plantó delante de Sylvan. Habían visto su fuerza. Habían sobrevivido a ella. Pero aún no conocían sus límites.
—Sylvan —dijo Aiko con voz neutra, aunque su tono cortaba el aire—. Necesitamos saber todo lo que puedes hacer. Qué tan lejos puedes llegar. Qué tan fuerte... y qué tan vulnerable eres.
Sylvan ladeó ligeramente su cabeza de madera, el gesto seco haciendo crujir su cuello como ramas en invierno. La sala de entrenamiento donde se encontraban estaba hecha de concreto sin alma, diseñada para formar soldados, no para contener entidades mitológicas. Allí, Sylvan parecía aún más fuera de lugar. Como una criatura de otro mundo atrapada en una jaula.
—Mis límites… —su voz era una vibración grave, como un terremoto contenido bajo tierra—... son los de la tierra misma.
Amber, que había estado escuchando, se acercó. Su mirada era como bisturí. Cortaba sin avisar. —Vimos cómo soportaste fuego, espinas, veneno. Vimos cómo tu cuerpo se regeneraba como si el dolor no importara. ¿Hasta dónde llega eso?
Sylvan levantó una mano nudosa, la corteza rajada aún marcada por cicatrices de energía arcana. Las observó como si fueran viejos tatuajes. —Lo que me daña, me nutre. Lo que me rompe, me reconstruye. La savia es mi sangre. La tierra, mi carne. Y ambos... me recuerdan.
—¿Hay algo que te detenga? —preguntó Aiko, más directa ahora. Había visto muchos morir creyéndose invulnerables.
Sylvan guardó silencio por unos segundos que parecieron siglos. Luego, respondió sin mover la cabeza:
—El fuego me devora. El metal me desgarra. Pero renazco.
Volkhov, al otro lado de la sala, escupió al suelo sin apartar la vista de su cuchillo. —Renaces, ¿eh? Qué conveniente. ¿Te cultivan en una maceta o cómo funciona eso?
Arkadi flotó cerca, su ojo encendido de interés. —¿Reencarnación botánica? Interesante. Muy... elocuente.
Amber cruzó los brazos. —¿Te refieres a que no puedes morir?
Sylvan parpadeó, lentamente. —No como ustedes. Mi conciencia no reside solo en este tronco. Vive en las raíces. En las semillas. En las hojas que el viento arrastra. Si este cuerpo cae, floreceré en otro. En otro bosque. Otra raíz.
Un silencio denso envolvió la sala. No era solo un poder impresionante. Era una sentencia. Una maldición con aroma a clorofila.
—Entonces eres inmortal —murmuró Aiko, sin juicio en su voz, solo hechos.
—Soy persistente —corrigió Sylvan, con la gravedad de una tumba vegetal—. Mientras el mundo respire, yo también.
—¿Y si lo queman todo? —preguntó Arkadi, como si ya lo hubiera visto.
—Entonces… —Sylvan pausó—. Tal vez ese sea el final. Cuando ya no quede verde. Ni vida. Ni tierra.
No había drama en su voz. Solo certeza. Una calma que nacía del conocimiento milenario del fin inevitable de las cosas.
El resto de los días se fundieron entre sesiones de entrenamiento, estrategia y espera. Volkhov mejoraba su puntería, su fuerza y sus bromas venenosas. Aiko elevaba su arte marcial a niveles casi inhumanos. Amber tejía planes con la precisión de una cirujana. Arkadi perfeccionaba conjuros cuya existencia dolía con solo nombrarlos. Y Sylvan... Sylvan aprendía a ser bosque en un mundo de acero. A sobrevivir entre lo que despreciaba. A esperar entre monstruos que lo habían convencido de caminar con ellos.
El Equipo B, un conjunto de fragmentos rotos, fue limado a golpes hasta encajar. Cada uno una aberración. Cada uno irremplazable.
Una tarde, Aiko se quedó sola en la sala de comunicaciones. El panel brillaba en silencio. Frente a ella, el comunicador especial que la conectaba con Ryuusei. La figura ausente. El enigma que los había juntado. El eco de un pasado que le dolía en lo más íntimo.
Miró el dispositivo durante un largo rato. Dudó. Respiró. Luego, activó la conexión.
Estática.
Y entonces, la voz. Fría. Lejana. Un poco más humana de lo que recordaba.
—¿Aiko...? Cuánto tiempo... Te extrañé.
Su corazón dio un vuelco. Llevaba semanas entera, férrea, sin ceder un milímetro... y ahora, su voz la rompía.
Lagrimó. Pero no lloró.
—Ryuusei —dijo, su voz firme a pesar de la grieta—. Soy Aiko. El equipo está completo.
Una pausa. Luego, la respuesta.
—Entendido. Prepárense. No puedo hablar mucho... pero cuando nos veamos, hablaremos. Mucho. Solo espera mi señal.
El comunicador murió en su mano.
Aiko bajó la cabeza. Sus lágrimas eran silenciosas, pero no tristes. Eran como la lluvia antes de la guerra. Limpias. Necesarias.
Volvió al pasillo del búnker. Escuchó la voz de Volkhov quejarse, el eco seco de un hechizo de Arkadi, y el crujido de Sylvan entrenando con un saco de arena que ya parecía un cadáver.
Estaban listos.
El Equipo B no era perfecto.
Pero era real.
Y estaba completo.