El aire en Korven Kirous, minutos después de la tensa aceptación de Sylvan, seguía espeso y frío, como si el bosque contuviera el aliento. La furia latente de antes había menguado, sí, pero no desaparecido. Había sido reemplazada por una calma densa y amarga, como el silencio que queda después de una tormenta que apenas dejó sobrevivientes. Era una quietud cargada de expectación, como si el bosque, aún sangrante, observara con resentimiento a quienes acababan de forzar a su guardián a marcharse.
Sylvan, ahora completamente erguido, su figura vegetal erguida como un monolito de carne y madera viviente, goteaba savia oscura y sangre vieja sobre la tierra helada. Su cuerpo crujía con cada movimiento, como si miles de años de raíces estuvieran tratando de impedirle dar un solo paso. Observaba al equipo con ojos opacos, profundos como pozos de barro congelado, donde no brillaba ninguna emoción clara, solo la fatiga de un ser anclado que, dolorosamente, se preparaba para soltar amarras. Siglos de soledad estaban a punto de ser dejados atrás. Y cada célula de su forma viva parecía resistirse.
El equipo, por su parte, estaba hecho jirones. Casi irreconocible.
Volkhov, con la raíz aún sobresaliendo grotescamente de su abdomen como un fémur de árbol podrido, tosía con un sonido húmedo, espeso y visceral. Cada vez que lo hacía, la herida burbujeaba como un pantano vivo, expulsando sangre espesa mezclada con bilis y restos de savia negra. Su rostro era una máscara pálida de dolor, los músculos del cuello tensos, las venas sobresalientes. La regeneración trabajaba, sí, pero a un ritmo tortuoso, como si su cuerpo luchara contra un veneno que se aferraba a cada centímetro de su carne desgarrada.
Aiko se apoyaba contra un árbol, su brazo inerte colgando como una rama muerta a punto de romperse. Su rostro estaba manchado de sangre seca y barro, y la respiración salía entrecortada, forzada, como si cada inhalación fuera una batalla en sí misma. La sangre goteaba lenta, constante, desde su hombro desgarrado. El tejido bajo su piel se contraía con un movimiento espasmódico, como si los músculos no quisieran volver a unirse del todo.
Arkadi flotaba, pero apenas. Su rostro era un paisaje sangriento, un costado arrancado hasta revelar el hueso del pómulo, blanco y resbaladizo. Su túnica estaba hecha jirones, empapada en su propia sangre. Y aun así, ese único ojo... ese faro pálido... aún brillaba con determinación. Era la voluntad del que ha visto lo peor y aún así decide seguir.
Amber Lee se movía con la torpeza de quien siente cada articulación como una astilla bajo la piel. Su oreja estaba hecha jirones, como si un animal le hubiera arrancado un bocado. Sangraba por múltiples cortes, pero se mantenía erguida, rígida como una estaca clavada en medio del campo de batalla. La esfera brillaba débilmente en su mano ensangrentada. Su mirada, aunque hinchada y roja, no vacilaba.
—Tenemos que movernos —gruñó Amber, su voz un filo oxidado raspando contra el hielo de la madrugada—. Volkhov necesita que le saquemos esa cosa. Cada segundo que pasa es una puñalada más.
Volkhov no respondió con palabras, solo emitió un gruñido que era puro barro, dolor y aceptación. No había espacio para quejas. Solo quedaba soportar.
Sylvan los observó con una paciencia inhumana, o quizás vegetal. Su presencia eclipsaba la escena, abrumadora, como si el bosque entero se hubiera condensado en su figura. Luego, con un crujido sordo que parecía el gemido de un árbol viejo partiéndose por dentro, se acercó a Volkhov.
Sus dedos nudosos, gruesos como cuerdas de raíz, se extendieron con una lentitud ceremonial. No había violencia en su gesto, solo una precisión escalofriante. Volkhov apretó la mandíbula, preparándose para el tirón.
Pero Sylvan no arrancó la raíz. En cambio, colocó sus manos alrededor de ella con la delicadeza de un cirujano milenario. Era... casi tierno. El aire se volvió más denso, como si el bosque mismo contuviera la respiración.
Amber sintió la energía que fluía en ese momento. No era mágica en el sentido convencional. Era algo más primitivo. Más profundo. Sylvan no forzaba la madera a salir; parecía convencerla. Y esta, obediente, comenzó a retirarse. Milímetro a milímetro, la raíz se deslizó fuera del abdomen desgarrado del ruso.
A pesar de lo meticuloso del movimiento, el dolor que causaba era insoportable. El rostro de Volkhov se contrajo como una máscara rota. Su cuerpo temblaba. Su mandíbula rechinaba con tal fuerza que sus dientes crujieron.
Finalmente, cuando la raíz salió por completo, el sonido fue húmedo, viscoso. Un borbotón de sangre, casi negra, salió a presión, empapando la tierra, la ropa de Sylvan, el mundo. La raíz retorció sus últimos movimientos, liberando una nube agria de savia pútrida antes de quedar inerte.
Volkhov cayó sobre sus rodillas, gruñendo como un animal herido. Apretaba su abdomen con ambas manos, intentando contener el torrente de sangre. La carne regeneraba con lentitud, como si dudara en cerrarse. Como si supiera que nada volvería a estar bien.
Sylvan miró la herida como un botánico contempla una flor enferma.
—Extraño... —murmuró—. No deberían curarse tan rápido. La madera de Korven Kirous... no se suelta fácilmente.
—Es la piedra —dijo Amber, sin levantar la voz, su tono un silbido contenido por el dolor—. La que tú sientes. La que late en nuestro pecho. Nos mantiene... funcionando. A veces, incluso cuando ya deberíamos estar muertos.
Sylvan asintió muy lentamente. No habló. Solo contempló.
—Tenemos que irnos —dijo Aiko, más con determinación que con fuerza. Su mirada se desvió hacia el sendero que los llevaría de regreso. Sus ojos se mantuvieron fríos, alerta—. Volver al borde... antes de que este bosque cambie de opinión.
Sylvan giró hacia la espesura. Su cuerpo entero se tensó. Las raíces bajo sus pies temblaron. Un escalofrío recorrió la tierra. El bosque parecía aferrarse a él.
—Este lugar… —susurró, como si hablara con fantasmas—. Mi hogar. Siglos.
—Lo entendemos —dijo Amber, suavizando el tono, pero sin perder la gravedad de sus palabras—. Pero si te quedas aquí… todo esto también morirá. La oscuridad no respeta árboles ni espíritus. Solo devora.
La lucha en el cuerpo de Sylvan era evidente. No física, sino espiritual. El bosque tiraba de él como un hijo moribundo llamando a su madre. Finalmente, con un crujido desgarrador, comenzó a moverse.
Paso a paso.
El bosque lo dejaba ir. A regañadientes. Las ramas se apartaban. Las raíces se arrastraban para despejar el camino. Korven Kirous sabía que su guardián se iba. Y lloraba en silencio.
Amber y Aiko caminaban cerca de Sylvan, como escoltas de un rey vegetal. Volkhov se arrastraba con dificultad, cada paso una batalla agónica contra el dolor y la sangre que seguía filtrándose entre sus dedos. Arkadi flotaba como un cadáver consciente, su túnica manchada y su rostro aún vibrando de heridas mal cerradas. El cadáver de Jari seguía allí, recostado contra un tronco, con los ojos abiertos y vidriosos, congelados en una expresión de eterno asombro. Nadie dijo una palabra. Ya no había tiempo para duelo. Solo quedaba avanzar.
—Dios mío… —susurró—. Nunca pensé… que lo vería salir.
Sylvan se detuvo. Observó una última vez su bosque.
—El bosque… me recordará —dijo con una tristeza que hizo doler el pecho.
Subieron al vehículo. Sylvan apenas cabía, su cuerpo vegetal apretado como una raíz forzada a crecer en cemento. Nadie dijo nada durante los primeros minutos.
El motor rugió.
Amber lo observó por el retrovisor. Parecía perdido. Sin su tierra.
—Sylvan… —dijo ella, su voz casi un susurro—. Estaremos a salvo pronto. Ya no estás solo.
Sylvan giró lentamente la cabeza. Su mirada era hueca.
—El descanso… es para los muertos, niña. Y nosotros… aún tenemos demasiado por enfrentar.
Y así, sin gloria, sin celebración, comenzó el verdadero éxodo. Uno donde la naturaleza misma había sido arrancada de sus raíces para luchar contra una oscuridad que no dejaba lugar a la esperanza.