La unión de sus manos simbolizaba la confianza y el respeto de un amor que apenas florecía. Sus pasos, aunque torpes por la prisa, eran una danza improvisada que cobraba vida en sus miradas.
Desde la entrada de la ceremonia, Estefan los vio avanzar. Durante un instante, titubeó... pero al ver la felicidad reflejada en sus rostros, no tuvo corazón para detenerlos. Solo inclinó ligeramente la cabeza, como dándoles su bendición silenciosa.
Afuera, una limusina negra los aguardaba. Sin soltarse las manos, subieron con una sonrisa cómplice. El vehículo se puso en marcha, dejando atrás el bullicio de la ceremonia.
Mientras la capital se deshacía en luces y sombras, Nadia le ofreció su regazo, y Ethan, como si fuera lo más natural del mundo, recostó la cabeza sobre ella.
Al sentir aquella melena larga y suave descansando sobre sus piernas, Nadia experimentó un pequeño placer, uno de esos momentos que la vida rara vez concede.Ethan cerró los ojos, dejando que esa paz silenciosa lo envolviera, mientras de sus labios escapaba un suspiro leve, como si temiera romper la magia.
Solo deseaba que ese momento pudiera durar un poco más.Pero la ilusión se rompió en un latido, cuando algo golpeó la limusina con una violencia brutal, lanzándome fuera del regazo de Nadia. Por un instante, solo pude escuchar mi propia respiración, agitada y desorientada.Al abrir los ojos, el dolor aún latía en mi piel, y el mundo parecía tambalearse a mi alrededor. Escuché a Nadia llamarme, pero su voz me llegaba como un chillido lejano.
Intenté moverme, pero el dolor me mantenía estático.
—¡Ethan! —me gritó de nuevo, esta vez más cerca.
Al parpadear, vi su cabello suelto y su expresión desfigurada por el miedo.
Desde fuera golpeaban con furia, como si quisieran arrancarnos la piel.
Con el corazón en la garganta, intercambiamos miradas asustadas mientras el motor rechinaba como una bestia herida.
Forzándome a hablar con calma, le pedí a Nadia que sujetara la radio para contactar a mis escoltas.
Gotas de sudor perlaban el rostro del conductor mientras mis intentos por contactar se hacían eternos. Finalmente, tras un angustioso momento de espera, una voz familiar respondió al otro lado.
—¿Ethan… eres tú?
—¡¿Estefan…?! —guardé silencio, atrapado entre la confusión y el alivio. Mi desesperación me había hecho marcar el canal equivocado… pero ya no podía dudar. Necesitaba ayuda, viniera de donde viniera.
—¡Por favor… dile a la Guardia, al comandante, que movilicen a todos y me busquen!
Corrí hacia la entrada de la ceremonia, sintiendo cómo la noche me envolvía con su manto helado. El eco de mis pasos aún latía en mi memoria cuando una voz distorsionada surgió de la radio de los guardias.
—Aquí Ethan… —La voz era apenas un susurro agitado, pero para mí sonó como un trueno.
Giré bruscamente hacia donde provenía la transmisión.
Mis oídos, entrenados para detectar hasta la más mínima anomalía, reconocieron de inmediato la frecuencia oficial.
—¡Ayuda…! Por favor… —La voz de mi señor se quebró.
Sin pensarlo, ya le había arrancado la radio de las manos a Estefan.
—¡Mi señor! —grité—. ¿Dónde está?
Durante un latido eterno, solo se escuchó la estática.
—N-no sé... hay humo… y... —La voz de mi señor titubeaba, entrecortada por el miedo y la confusión.
La comunicación se cortó tan rápido como había llegado. Reprimiendo la rabia que ardía en mi piel, dije entre dientes:
—¡Movilicen a todos los soldados del reino! ¡Ahora! —rugí, con una autoridad que no admitía discusión.
Mientras los demás titubeaban, buscando miradas de aprobación, avancé directamente hacia el comandante de la Guardia Real.
Sin darle tiempo a reaccionar, lo sujeté de la armadura a la altura del cuello y le clavé una mirada de acero.
—Tu deber era velar por nuestro rey —susurré, en un tono tan frío que dolía—. Si algo llega a pasarle...
No terminé la amenaza. No hacía falta.
El silencio que nos rodeó pesó más que cualquier palabra.
Algunos caballeros se tensaron, viéndome como si hubiera cometido una ofensa.
Pero el comandante no dijo nada. No porque temiera a una simple mensajera, sino porque de mi cuello colgaba el emblema real que me había sido confiado por mi señor.
Ya me disponía a avanzar cuando algo captó mi atención: a un costado, un grupo de personas se movían con una prisa antinatural, diferente al resto de los invitados que salían del salón.
No llevaban el porte de un noble ni el paso relajado de un sirviente. Era algo más.
Al cruzar miradas conmigo, corrieron, desplazándose como sombras arrastradas por el viento helado.
No podía dejarlo pasar.
Giré hacia los caballeros y, levantando el emblema, di la orden:
—¡Seguid las instrucciones de Estefan! ¡Y salven a nuestro rey!
La noche era un laberinto de sombras.Las farolas, escasas y débiles, apenas iluminaban las calles.Corrí tras los sospechosos, guiándome más por el sonido de sus pasos que por la vista.El viento helado golpeaba mi rostro, recordándome el error que cometí. No podía fallar. No esta vez.