—Parece que, durante mi ausencia, han olvidado lo que significa declarar la guerra —dijo Liliana, con una sonrisa angelical que no llegaba a sus ojos—. Le recuerdo, duque: si los Halcones vuelven a perder, no habrá misericordia.
Western sudó frío. Pero, como todo líder que ha sobrevivido a la guerra y al poder, ocultó bien sus emociones. Con la misma audacia que lo había mantenido en pie durante años, redirigió la conversación:
—¿Por qué negarse a una unión que podría traer prosperidad y forjar una alianza duradera…?
—Duque Western —intervino Liliana, cortando sus palabras—, usted sabe bien por qué nuestras casas no deben mezclarse. Si ha olvidado ese mandato, me veo en la obligación de recordárselo: una boda es imposible. El poder de Roster está dividido en tres facciones, y esa división... es el único equilibrio que nos queda.
—¿Y no podríamos sepultar el odio de nuestros ancestros con esta boda? —preguntó Lucero, dando un paso al frente. En el gesto, tomó la mano de Ethan, quien percibió enseguida la amenaza escondida bajo tanta dulzura.
—Hermana… este no es el momento —susurró Beatriz, acercándose con una expresión de ansiedad. Su intento de detenerla fue débil, apenas un tirón al vestido.
Un sudor frío serpenteó por su espalda al sentir la insistencia en esa mirada. Ethan quiso apartarla, pero mientras más lo intentaba, ella se aferraba con más fuerza, como si temiera que, al soltarlo, el mundo se desmoronara. En el forcejeo, sus uñas terminaron por clavarse en su piel.
Fue entonces cuando Liliana se acercó. Sin mediar palabra, alzó la mano.
El golpe la arrancó del presente, y su cuerpo cayó como una marioneta sin hilos. Por un instante, Lucero no comprendió qué había sucedido. Solo sentía el ardor insoportable que crecía en su mejilla.
Desde el suelo, alzó la vista.
La figura de Liliana se erguía sobre ella como una sombra vestida de invierno, con la furia intacta de una princesa que jamás aprendió a perdonar.
Cuando por fin volvió en sí, apretó la mandíbula con fuerza, como si intentara contener la humillación que le hervía por dentro. Se incorporó con torpeza, pero sin apartar la mirada.
—¡¿Qué crees que haces, insolente?! ¡Has golpeado a la futura reina! —gritó Lucero, llevándose la mano al rostro. Un delgado hilo de sangre descendía desde su nariz, evidencia clara de la ferocidad del golpe.
Como una niña mimada que no toleraba la humillación, chasqueó los dedos en señal de acción. Las espadas se desenvainaron al unísono, como si una sola voluntad moviera cada hoja.
Liliana no retrocedió. Ni siquiera parpadeó. Solo se limitó a sonreír.
—¿Y qué piensas hacer, niña? —dijo con una voz tan fría como letal—. ¿De verdad crees que saldrás ilesa después de amenazar al rey?
Liliana chasqueó los dedos, y de inmediato la guardia real se interpuso entre ella y sus enemigos. Las espadas chocaron con un estruendo que hizo temblar el aire. El brillo de las hojas, tan limpio al comenzar, pronto se tiñó con la sangre de los primeros caídos que no volverían a levantarse.
Los gritos de guerra retumbaban en los muros, mientras el mármol, antaño blanco, comenzaba a olvidar su color.
Ethan no podía moverse. No por miedo a morir, sino por algo más crudo y real:
la guerra ya no era un relato susurrado en los salones del palacio.
Estaba allí.
Tenía el olor del acero caliente y la sangre.
Y dejaba cicatrices que ni el tiempo se atrevía a tocar.
Los ojos de Ester brillaban con una resolución feroz.
No corrió. No gritó. Solo caminó hasta él, como si su cuerpo bastara para detener la tormenta.
Su espada salió con un movimiento fluido, como si la hubiera estado esperando.
—Cualquiera que cruce este límite morirá por mi espada —dijo.
Y su voz no necesitó gritar para ser obedecida.
Casi todos se detuvieron. Salvo un enemigo.
Tal vez tenía un nombre. Quizás una hermana esperándolo.
Pero eso no le importó.
Ester lo detuvo de un solo tajo. Aunque era una mensajera, sabía blandir una espada.
Porque su deber también era abrirse paso en territorios donde las palabras no bastaban.
La batalla ya no era justa.
Los Halcones embestían con furia ciega, como si la muerte fuera su única bandera.
El salón ya no era un salón.
Era un altar de muerte, un lugar donde la sangre se ofrecía.
Cuando el último Halcón cayó, la sala quedó en silencio.
Ya no retumbaban gritos, ni el acero.
Solo el goteo pausado de la sangre, marcando el momento de una victoria sin júbilo.
El líder de los Halcones se había mantenido al margen durante todo el conflicto.
Su mirada era la de un espectador… no la de un padre.
Los cuerpos de sus caballeros de élite, los que murieron por órdenes de su hija, no le importaron.
—¿¡Cómo te atreves a insultar la ceremonia!? ¡No tienes vergüenza al faltarle el respeto a nuestro rey! —gritaban los nobles de la capital, exigiendo justicia.
La presión era tanta que, por un instante, la furia en el pecho de Lucero se disolvió.
Arrodillada, con la espada rozando su cuello, alzó la mirada.
Ya no con orgullo… sino con miedo.
Miró a quienes la insultaban. Luego a su padre, esperando que él la salvara.
A pesar de ser la favorita, Lucero se dio cuenta de que nadie acudiría a su rescate.
Sin embargo, su hermana, a quien menos esperaba, se acercó de rodillas ante el rey, suplicando piedad.
—Por favor… —susurró—. No es mala. Solo… solo se equivocó.
Ester, sin apartar su espada, fijó la mirada en ambas hermanas.
—¿Aun así se atreven a pedir piedad…?
Aunque Ester no lo dijo en voz alta, su mirada lo decía todo: quería una ejecución.
—Ya basta, Ester —intervino su rey—. Levántate, segunda hija de los Halcones... y deja de suplicar.
Beatriz intentó levantarse, pero no pudo. Ethan, al verla aún con miedo y con lágrimas en los ojos, se acercó y la ayudó a ponerse de pie.
Mientras lo hacía, secó sus lágrimas, recordando a aquella niña amable que solía jugar con él en el palacio.
—Entiendo el amor fraternal. Así que, solo por esta vez… tendré piedad.
La sentencia fue pronunciada. Pero antes de que alguien pudiera moverse, un caballero real alzó su espada.
—¡Detente! ¡Es una orden!
Un silbido cortó el aire. Una daga voló con precisión y se incrustó entre las manos del verdugo, desviando la hoja antes del golpe final.
Desde la distancia, con la mirada encendida, Ester alzó su espada.
—¿No escuchaste a mi señor?
Por un instante, Western frunció el ceño. Algo en ella... en su postura, en su voz, en la firmeza con la que desenvainaba...
Le resultaba extrañamente familiar.
—Tu destreza. Tu determinación… me recuerda a alguien —murmuró—. Pero no logro recordar quién.
Ester bajó ligeramente la espada. Y con la voz cargada de ira contenida, dijo:
—Comandante, espero que discipline a ese insensato como corresponde. Recuerde que nuestro rey bien podría pedir la cabeza de quien desobedece su palabra.
Observé en silencio el intercambio de miradas entre el duque Western y mi señor. No era una conversación, sino un duelo donde sus palabras se cruzaban como espadas que no buscaban sangre, sino quebrar el alma.
Intenté, hallar un atisbo de humanidad en los ojos de ese bastardo. Pero no encontré nada. Solo orgullo seco, viejo… como una flor marchita que se niega a caer.
"¿Qué clase de hombre elige el silencio antes que alzar la voz en defensa de su propia hija?", me pregunté.
—Duque Western, ¿por qué no aboga por vuestra hija? —preguntó mi señor. La firmeza de su voz no era la de un niño. Era la de alguien que había comenzado a dejar atrás su inocencia… para convertirse en rey.
—Joven Winter… —murmuró el duque mientras su voz se disolvió en un suspiro. No dijo más, pero su mirada lo decía todo: "¿Por qué habría de importarte la vida de mi hija?"Sentí cómo la ira me quemaba por dentro, como una olla a punto de estallar. Pero apreté los labios. No era el momento.
—Que este acto sirva como última advertencia —intervino el duque David—. El rey ha mostrado clemencia. Esta afrenta no recaerá sobre el duque de los Halcones, pues fue su hija quien inició el conflicto.
El golpe seco de su bastón contra el mármol selló lo que quedaba de paz. Nadie se atrevió a contradecirlo.
—Mi rey… muchas gracias. Nunca olvidaré su bondad. Haré todo lo posible por devolvértelo —murmuró Beatriz, con la voz aún temblorosa.
Hizo una reverencia sincera, y luego corrió hacia su hermana mayor, que seguía paralizada, como si el tiempo se le hubiera detenido en la piel.
El plan había funcionado. Los nobles de la capital vieron con sus propios ojos que el rey no solo tenía fuerza, sino también justicia. Si la guerra estalla, nos respaldarán. Ganarse al pueblo es esencial… pero el precio de este triunfo aún me pesa.
Mientras todo se desarrollaba, no pude evitar temer por la seguridad de mi señor. Aunque la Guardia Real defendió con honor, aunque él se mantuvo firme… sangró. Una herida leve, sí. Pero suficiente para recordarme que fallé.
Preferiría no pensar en lo que hicieron con los cuerpos. Pero las imágenes siguen ahí. A veces, el deber exige cerrar los ojos.
Me arrodillé frente a él.
—Perdóneme… por no evitarlo —susurré.
—Está bien, Ester. No tienes por qué culparte —me respondió, con esa bondad suya que siempre logra calmarme.
Y por un instante, todo volvió a ser soportable.
A veces me pregunto si él entiende lo que sus palabras hacen en mí.
Liliana había respaldado mi plan. Pero su apoyo no bastaba para confiar en ella. Hay algo en sus ojos que me obliga a dudar. No por celos… era por instinto.
Entre los nobles, vi acercarse a la acompañante de mi señor. Nadia. Sus gestos eran suaves, su mirada, preocupada. Compasiva, tal vez. Pero no ingenua. Y yo no puedo confiar en eso. No ahora. Tal vez nunca.
Mi deber no es caerles bien a los demás. Es proteger la luz de mis ojos, aunque eso me convierta en la mala.
La familia del traidor se retiró bajo la sombra del silencio. Las miradas de los nobles no eran solo reproche e ira: eran sentencia. Nadie alzó la voz, pero cada gesto hablaba por sí solo. Habían deshonrado al rey… y la capital no olvidaría tal afrenta.
Mi señor, con apenas trece años, se alzaba con orgullo entre sombras más viejas que él, sosteniendo con su sola presencia un legado que no todos podían comprender.
La función debía continuar. La escena sangrienta fue borrada con la eficiencia de los sirvientes. Como si nunca hubiera existido.
Yo no bailé, solo observe a mi señor. Él sonreía… pero algo en su rostro no estaba del todo tranquilo. Lo vi moverse entre los invitados, mientras seguía danzando como se espera de un joven rey.
Y sin embargo… lo perdí de vista.
¿Por unos segundos… o tal vez minutos? No lo sé. Pero fue suficiente para que mi corazón palpitara de forma dolorosa.
Liliana seguía ahí. La escolta también. Pero no decían nada. No cruzaban miradas. Solo se movían... como yo. Como si todos estuviéramos haciendo lo mismo: buscándolo.
¿A dónde fue...?
¿Acaso deseó volver en secreto al palacio?
—Se marchó con la señorita Nadia —me dijeron los nobles—. Iban sonriendo.
Una sonrisa. ¿De verdad se fue sonriendo?
Mi pecho se tensó. No por celos, era por miedo. Porque un rey jamás debe desaparecer sin ninguna escolta.
A mi alrededor, la música seguía sonando, las risas seguían flotando en el aire... pero yo solo sentía un vacío. Como si la luz misma hubiera comenzado a retirarse del salón.
Corrí hacia la salida sin mirar atrás.