Los días siguientes se convirtieron en una pesadilla interminable de la que Alex no podía despertar.
Tras el violento episodio en la habitación del hospital, los médicos tomaron una decisión inevitable: Helen debía ser trasladada a la unidad psiquiátrica.
Cuando recibió la noticia, sintió como si el suelo se le hubiera abierto bajo los pies. A pesar de todo lo sucedido, nunca imaginó verla en ese estado.
—Señor , hemos evaluado a su esposa y los resultados son preocupantes —dijo el psiquiatra, hojeando el historial clínico—. Sufre de depresión severa con episodios maníacos. Su estado emocional es inestable y representa un peligro potencial para ella misma. Requiere tratamiento inmediato.
Alex se pasó una mano temblorosa por la cara, como si de alguna manera pudiera borrar el peso de las palabras del médico.
—¿Estás diciendo que... que Helen...? —Su voz se quebró, incapaz de terminar la pregunta.
—Necesita ser ingresada en nuestra unidad psiquiátrica —interrumpió el médico con firmeza—. No puede estar sola. Ha mostrado señales de comportamiento autodestructivo y, si no recibe atención, su condición podría empeorar.
Alex tragó saliva con dificultad, sintiendo que se le escapaba el aire. La imagen de Helen arrancándose la vía intravenosa, gritando y golpeándolo con rabia aún lo atormentaba. No podía procesar que la mujer vibrante que una vez conoció estuviera ahora tan rota, tan perdida.
Horas después, la trasladaron a una sección más aislada del hospital, con puertas reforzadas y ventanas protegidas. Alex la observaba a través de la pequeña ventana de la habitación donde la habían ubicado. Estaba sentada en la cama, con la mirada vacía, las manos cruzadas sobre el regazo y el rostro pálido y demacrado. Parecía una sombra de lo que fue.
Alex se quedó allí, mirándola fijamente, sin atreverse a entrar. No sabía si siquiera tenía derecho a estar allí, a verla, a preocuparse después de todo lo que había hecho.
Pero en ese momento comprendió algo con una claridad devastadora: él mismo la había empujado a ese abismo.
Los días transcurrían lentamente, pero la culpa no lo abandonaba. Alex se sentía atrapado en un torbellino de remordimiento, incapaz de dormir.
Una noche, ya no soportando más la incertidumbre, encendió su computadora y empezó a repasar todo lo que antes daba por sentado.
Abrió su correo electrónico y revisó viejos mensajes de trabajo hasta encontrar los de Natalie. Al principio, parecían simples conversaciones de trabajo, pero al leerlas con atención, empezó a comprender cómo lo había manipulado, paso a paso.
Sus dedos temblaban sobre el teclado mientras revisaba las fechas. Cada mensaje de Natalie coincidía con un momento en el que había empezado a dudar de Helen. Era como si Natalie hubiera sembrado la duda en su mente hasta convertirla en certeza.
Luego, revisó las grabaciones de seguridad de la empresa que nunca se había molestado en revisar. Una grabación lo dejó sin aliento: Natalie en su oficina, manipulando documentos, falsificando la firma de Helen.
Su corazón latía con fuerza mientras buscaba conversaciones antiguas en su teléfono. Su respiración se volvió errática al abrir el registro de llamadas. Ahí estaba: Natalie había llamado al abogado que llevaba el caso contra Helen el mismo día que se presentaron las pruebas falsas.
Se apoyó en el escritorio, luchando por respirar.
— Oh Dios... ¿qué he hecho? — susurró, como si el mundo se derrumbara a su alrededor.
Cada pieza del rompecabezas encajaba ahora con una claridad insoportable. Natalie lo había manipulado todo. Había envenenado su mente, llenándolo de odio y resentimiento hasta que creyó de verdad que la culpa era de Helen.
Y él, ciego y arrogante, cayó en la trampa sin dudarlo. Ella lo sedujo, y él se dejó deslumbrar por su cuerpo. Lo cegó la intriga, mientras ella le susurraba veneno al oído, destruyendo a la mujer que lo amaba de verdad.
Sentado en su oficina, con la mirada perdida en los documentos que apenas podía leer, Alex sintió un dolor agudo en el pecho. Su mente se remontó a los días en que él y Helen reían sin esfuerzo, cuando su amor era un refugio y no una sombra. Recordó la dulzura de su voz por la mañana, el brillo en sus ojos cuando hablaban de sueños compartidos, cómo su simple presencia llenaba cada rincón de su vida. ¿Cuándo había olvidado cuánto la amaba? Aún lo hacía. Lo sabía con certeza.
Alex lo recordaba todo.
Recordó la primera vez que vio a Helen, con esa risa despreocupada que iluminaba cualquier habitación.
Recordó a su hijo Luke y lo felices que habían sido los tres juntos. Esas noches en las que acababan durmiendo en la misma cama. Luke, con su risa traviesa y su costumbre de acurrucarse entre ellos, abrazado a su madre mientras Alex los rodeaba con sus brazos, como si ese simple gesto pudiera detener el tiempo.
Ahora, la culpa se le aferraba al pecho como un peso insoportable, ahogándolo en un mar de remordimiento. Y lloró... amargamente.
En su mente, un susurro constante le recordaba cada error, cada palabra equivocada, cada momento en que abandonó a su familia. La culpa lo quemaba por dentro, convirtiendo cada recuerdo en una espina clavada en su conciencia. No importaba cuánto intentara justificarse, cuánto deseara poder retroceder el tiempo; el pasado era inmutable, y con él, la certeza de haberles fallado a quienes más amaba.
Con la evidencia en la mano, Alex confrontó a Natalie. Su mirada, aguda e inquebrantable, la atravesó, esperando una explicación, una excusa, algo que le diera sentido a todo. Pero ella solo bajó la cabeza un instante, como si supiera que cualquier intento de justificarse sería inútil.
Finalmente, alzó la vista; sus ojos brillaban con una mezcla de desafío y vulnerabilidad. Con voz emotiva, susurró:
—Alex ... te amo.
El silencio que siguió fue más fuerte que su confesión. Alex sintió una punzada en el pecho, no de amor, sino de decepción.
Se frotó la cara, sintiendo la vergüenza y la furia hirviendo en su interior. No podía creerlo. ¿Cómo había dejado que esta mujer lo arrastrara a su juego? Se sentía estúpido, ingenuo, como un hombre que había caminado a ciegas hacia su propia ruina.
Había confundido el deseo con la devoción, la atención con el amor. Pero ahora, con la evidencia en la mano y el velo finalmente levantado de sus ojos, lo veía todo con una claridad insoportable. Había estado ciego, negándose a ver lo obvio. Pero ya no. Ahora podía ver, y con eso, la certeza de que el precio de su error era mucho mayor de lo que jamás había imaginado.
Sin dudarlo, presentó cargos contra Natalie.
El silencio en la sala era opresivo. Natalie, con el rostro contraído, miraba fijamente al juez mientras este leía la sentencia. Su arrogancia se había desvanecido, reemplazada por un pánico descontrolado.
—La acusada, Natalie Navarro, es condenada a diez años de prisión por los delitos de falsificación de documentos, manipulación de pruebas y conspiración para incriminar a una persona inocente —declaró con firmeza el juez—. No podrá optar a la libertad condicional hasta que haya cumplido al menos la mitad de su condena.
Un murmullo recorrió la sala. Natalie dejó escapar un jadeo ahogado y giró la cabeza bruscamente, mirando fijamente a Alex. Sus ojos, ahora rojos y llenos de rabia, lo atravesaron como puñales.
Cuando los guardias se acercaron para esposarla, ella se resistió y forcejeó.
—¡Tú también eres culpable, Alex! —espetó con una sonrisa amarga—. ¡ No me mires así, como si fueras una especie de santo!
Él la miró con expresión tranquila, pero tenía la mandíbula apretada.
—Destruiste a Helen tanto como yo —continuó Natalie con una risa torcida—. Yo puse la trampa, sí... pero fuiste tú quien la empujó directamente al abismo. ¿Sabes qué es lo mejor? —añadió, ladeando la cabeza—. Ni siquiera te diste cuenta del peor golpe que le di.
Alex sintió un escalofrío recorrer su columna.
Natalie se inclinó un poco más cerca y susurró maliciosamente:
—Helen estaba embarazada cuando la metieron en la cárcel.
Alex parpadeó, como si no la hubiera escuchado bien.
— Ella perdió a su hijo en esa celda sucia, sola, mientras usted estaba en casa pensando que había hecho lo correcto.
Un nudo de horror y angustia se le apretó en la garganta.
— No... eso no es posible —murmuró, sintiendo que el aire se hacía denso, sofocante.
Pero Natalie simplemente dejó escapar una risa cruel.
—Sí , lo es. Y lo mejor es que nunca lo supiste, porque estabas demasiado ocupado durmiendo conmigo mientras ella sufría.
Alex sintió que su corazón se rompía en mil pedazos. Un sollozo ahogado escapó de su pecho y se llevó una mano a la cara, como si intentara bloquear la verdad que acababa de revelarse.
Las lágrimas le nublaron la vista. No podía respirar, no podía pensar. Solo veía la imagen de Helen, sola en esa celda, perdiendo a su bebé mientras él la odiaba, la despreciaba, la condenaba.
—Oh Dios mío... —susurró con la voz quebrada.
Los guardias tomaron a Natalie de los brazos y comenzaron a arrastrarla fuera de la sala. Ella se retorció una última vez y escupió con veneno:
—Nunca podrás compensarla. Nunca.
Alex se desplomó en uno de los bancos, cubriéndose la cara con las manos mientras el sonido de los grilletes de Natalie se desvanecía en la distancia.
Él sabía que ella tenía razón. Nunca podría devolverle a Helen todo lo que le había quitado.
Pero podría pasar el resto de su vida intentando expiarlo. Y lo haría. Aunque le costara todo.